Con la pandemia del coronavirus la preocupación por la crisis ambiental parece haber pasado a un lugar muy bajo en el ranking de las preocupaciones sociales. No tiene nada de extraño; la amenaza de muerte inminente acapara la atención de todos. Pero en cuanto los contagios remitan, el calentamiento global seguirá allí. Con todo, alguna enseñanza ambiental hemos sacado de la cuarentena. Hemos visto cómo se limpiaban los cielos, pero también hemos aprendido que el tremendo parón económico apenas ha reducido unos puntos porcentuales las emisiones de gases invernadero. Al mismo tiempo hemos apreciado el beneficio del aire limpio y a la vez el ingente esfuerzo que nos toca hacer para impedir que el clima se desquicie por completo.

A buen seguro la clave para orientar y redoblar esfuerzos en la dirección adecuada pasa por no desviar la mirada de la raíz del problema. En otras palabras: por comprender que la lucha contra el cambio climático va ligada a la búsqueda de un modelo económico que sea ecológicamente sostenible y socialmente justo. Perseguir los dos objetivos por separado –y la tentación de hacerlo será grande en la estela de la pandemia– resultará un ejercicio inútil y desgastante. No podemos hacerle eso a las generaciones futuras: es de justicia.

Y eso significa que nadie pueda alegar ignorancia al respecto. La información y la divulgación resultan estratégicas para lograr que la sociedad mire de frente lo que se nos viene encima y actúe en consecuencia, sin negacionismos ni escapismos de ningún tipo.